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El clásico: ese amigo que nunca te deja a pie

Quilmes-Peñarol, Peñarol-Quilmes, siempre cumple con las expectativas.

Por Sebastián Arana

Mar del Plata es la ciudad del reconocimiento. Es justo entonces destacar a un partido que no deja de ser extraordinario pese a jugarse, como mínimo, cuatro veces por año.

El Peñarol-Quilmes, un episodio deportivo-cultural único, nunca deja de sorprender o emocionar. Lo hacía en los años de mayor fulgor de la Liga Nacional. Y no ha perdido su magia ni en estos tiempos deprimidos.

Es de locos. Pero estén como estén no dejan de ofrecer emociones a raudales. Al básquetbol se podrá jugar mejor o peor. Si hay paridad, sin embargo, nunca dejará de ser cautivante.

El partido del jueves salió atrapante como el que más. Uno podía suponer que el equilibrio sería un ingrediente. Como ambos están en proceso de reconstrucción y sufren bajas, no logran superar irregularidades de funcionamiento. Si a eso se le suma la tensión, el abanico de posibilidades es imprevisible.

El que más golpeado llegaba de los dos, Quilmes, fue el que mejor jugó. El más prolijo, el más claro, el que rindió más cerca de su techo.

El mejor jugador del partido, por otro lado, tampoco entraba en los planes previos. Lucas Ortiz, habitualmente de los más parejos en las filas “tricolores”, jugó el doble de lo que habitualmente produce en una buena noche. Colosal.

Peñarol, pese a sus bajas, tenía con Nicolás Gianella y Todd Brown dos ases con los que Quilmes no contaba. Jugadores capaces de cambiar la ecuación por sí mismos. Sin embargo, el equipo no los realzó. Por el contrario, ellos se vieron en la necesidad de rescatarlo y de disimular carencias.

Quilmes, colectivamente, poniendo ladrillo a ladrillo, edificaba ventajas. Y Peñarol, con ráfagas de inspiración individual, se las destruyó una a una.

Al equipo de Javier Bianchelli, una vez más, le faltó cierre. En el segundo suplementario se quedó vacío de energía. Pero antes, en tiempo reglamentario y en el primer alargue, no tuvo picardía para ganarlo. Una vez Bolívar, en los cuarenta, y otra vez el pibe Fernández, en la primera de las prórrogas, debieron “comerse” dos balones que tiraron innecesariamente rápido. Pero son anécdotas.

Del otro lado, en los momentos cumbres, Gianella fue una garantía de acciones positivas y decisivas. Fue ese amigo que nunca te deja a pie. El que no falla nunca. Como el clásico de Mar del Plata. Ese partido que siempre está a la altura de las expectativas.

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